¡Ya estamos a las puertas de mayo! Ya es Quinto de Pascua o IV después de Pascua, como se prefiera: aire de primavera, tiempo de primeras comuniones, de bautizos, de bodas, de romerías y fiestas parroquiales…
Aunque en nuestro interior existan motivos de preocupación, cavilaciones, cansancio de fin de curso, la liturgia nos invita a ir de nuevo al corazón del Evangelio para recordarnos de donde y de Quién venimos. Y para indicarnos de nuevo el camino. Y abre de nuevo nuestros sentidos para respirar al ritmo de la creación y de la naturaleza, a pesar de que vivamos en ciudades plagadas de edificios, llenas de tráfico y ruidos.
Y mira por donde que después de la figura del Buen Pastor y de las ovejas propuesta por el evangelio del domingo pasado (en el modo ordinario) o de hace dos domingos (en el extraordinario-misal de 1962), en este domingo nos llega una imagen muy apreciada por Jesús: la vid y los sarmientos. De entre todos los arbustos y plantas que conocemos, la vid es sin duda uno de los más originales: por la forma, por su composición, por las hojas, y en modo particular, por sus frutos.
Sabemos bien que para aquel que ama la buena mesa, un grano de uva nos hace desear otro, hasta acabar con el entero racimo y para pensar, al menos por un instante, qué hay dentro de un vaso de buen vino.
Jesús lo sabía muy bien cuando escogía, con la complicidad de su madre, iniciar sus signos transformando 600 litros de agua en otros tanto de vino, sintetizando en pocos momentos- y ahí reside la belleza de este milagro- todo el proceso que parte de una semilla, de una vid, de un sarmiento, hasta llegar a la uva, a la vendimia, al lagar, al vino, a nuestra mesas…
El acontecimiento de Caná –cuando aún no había llegado la hora- nos habla de una vid ufana capaz de llenar de alegría la existencia de los hombres. Pero es únicamente en el discurso de despedida, en su adiós, una vez llegada la Hora, que Jesús nos habla de la vid, de aquello que se encuentra en los inicios, y de los sarmientos unidos a Él.
Y, como una escena a cámara lenta, como un zoom sobre las nervaturas de las ramas de un árbol, como el microscopio de un documental que nos hace detener a observar de cerca aquella misteriosa y espléndida unidad que une los sarmientos a la cepa, tal como Cristo y los cristianos. Y que transforma aquella vid dándole forma de cruz, arbusto cuya savia está llena de Resurrección.
En esta imagen el Señor es más claro y conciso: hay un Padre agricultor, existe un Hijo-Vid y después estamos nosotros los sarmientos. Y hay un verbo repetido siete veces en el fragmento del evangelio: permanecer. Y resulta el mismo que encontramos en la epístola: “En esto conocemos que él permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado”
Quizá no sepáis que se trata del mismo verbo usado en el inicio del evangelio de San Juan, cuando se nos describe aquel encuentro en aquella tarde –eran las cuatro- de los dos primeros discípulos con su pregunta: “¿Dónde vives?”(Es decir: ¿Dónde permaneces?) Y con la posterior e inmediata invitación a seguirle, a venir y ver donde permanecía. Y aquel día permanecieron con Él. Y desde aquel día los discípulos empezaron a comprender donde permanecía Jesús. A partir de aquel día Jesús empezó a explicar a sus amigos que su morada tenía un nombre preciso: el Padre. Porque entre Jesús y el Padre existe una profunda comunión en el Espíritu Santo, que hace de las Tres Personas un único Dios.
También nosotros estamos invitados a entrar en el sentido profundo de aquel verbo “vivir, morar, permanecer”, evitando el riesgo de malentendidos. Porque "permanecer" no significa “estoy un poco y después me voy” ni ser cristianos a la carta, a tiempo parcial. Ni tan siquiera es quedarse en la parroquia, visto que es a menudo la pregunta que, llena de amargura, se hacen las catequistas y los sacerdotes en este periodo: ¿Permanecerán estos niños después de la Comunión o estos chicos después de la Confirmación? ¿Los veremos el próximo domingo?
Permanecer tiene un sentido profundo, más verdadero, más comprometido y totalizante: significa hacer correr en nuestras venas la misma savia vital de Cristo, significa respirar a su mismo ritmo, significa dar fruto con Él, porque sin Él nada podemos hacer. ¡Nada! No dice: podemos hacer poco. ¡No podemos hacer nada! No nos engañemos: una fe compuesta únicamente de fórmulas, de gestos, de ritos, es pura esterilidad. Es leña seca, paja que el viento levanta y dispersa.
La fecundidad que da mucho fruto existe solo si Cristo es Vida de nuestra vida. Permanecer en Cristo significa dejar que el amor que nos viene del Padre a través del Hijo sea como una ola vital dentro de nuestra existencia, es advertir que somos mente, corazón, sentidos, sangre por la que corre la vida que puede regenerar todas nuestras esperanzas.
Para el que permanece en Él nace entonces un sentido gozoso de todo: la alegría de sentir que todo es don y todo encuentra sentido en su amor. Y nace la belleza de ser Iglesia, ya no separados unos de otros, sino cada uno en relación con los hermanos porque se vive de un mismo amor. Es la experiencia que Saulo hace después de la experiencia transformadora del camino de Damasco cuando entra, no sin dificultades, en la comunidad cristiana. Los discípulos de Jerusalén en un primer instante lo temen y lo tiene lejos, después lo protegen y lo defienden.
¿Qué es lo que había cambiado? Habían comprendido que la misma vida de Cristo estaba en él y que el pasado ya no contaba. Contaba la nueva realidad, su común asimilación a Dios. Esto es aquello de “llevar fruto”: “Quien permanece en mí y Yo en él, ese da mucho fruto”. El fruto consiste en mostrar que el amor no está hecho de palabras, sino de hechos y en la verdad. Pero hay que subrayar una última cosa en el evangelio de hoy. Si bien es cierto que el sarmiento seco se tira y se quema, también se afirma que el sarmiento que da fruto se poda. Y la poda –lo sabemos- siempre es una herida. Porque amar es un riesgo: comporta heridas. Amar quiere decir convertirse en vulnerable con respecto de aquellos que amamos.
Ha sido necesaria la Cruz para que el fruto de la vid apareciera en la mañana de Pascua. Y ha sido derramado para darnos el vino del amor. Si aún hay amor en el mundo, en la Iglesia, en las familias, si hay aún alegría, es porque aún hay tantos sarmientos que aceptar ser podados para dar más fruto. No es un sufrimiento estéril, sino fecundo. Porque el Amor, el verdadero amor, siempre engendra vida.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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