EL DIOS ABSURDO Y EMBARAZOSO
Lo absurdo de Dios. La ilógica Belleza. La insensatez del Amor. Mucho más allá del establo donde escogió nacer Dios: otros nacieron en la miseria de aquellas condiciones. Nada en comparación al patíbulo de los infames donde aceptó hacerse traspasar: también allí, en una mezcla de libertad y responsabilidad, otros antes y otros tantos después de Él vieron confiscados sus sueños atrevidos y valientes. No sobrevuela ni siquiera aquel vagabundeo impotente y acelerado entre los montes y valles de Palestina, en compañía de una tripulación que repasaba todo en su corazón incluso aquel Iscariote endemoniado, el Judas de la traición. Se acepta la humildad, se soporta la impotencia, se adapta a lo humano. Pero hay algo que va más allá, que huele a exageración, un algo de mezcla entre el sentido de la proporcionalidad y el de la perdición. Todo se acepta y comprende, aunque con dificultades y a tientas: pero que Dios se convierta en alimento es incomprensible, inimaginable, fuera de nuestro reducido alcance de hombres y mujeres de este suelo: “En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre no tendréis vida en vosotros”.
Un Dios absurdo, casi loco, incluso más: impotente. No bastaba el Dios Niño de Belén, el Dios silencioso de Betania, el Dios mudo y compasivo del Gólgota. No bastó ni siquiera el Dios Hortelano que sorprendió a la Magdalena en la mañana de Pascua. Aquellas quedaron como huellas en la mirada, fáciles presas a merced de los descortezadores del pasado. Ahí faltaba otra cosa, algo sólido, que saciase, que dejase impronta. Escogió habitar en la miseria de un pedazo de pan: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo”, para que quedase resto y memoria de algo difícil de olvidar, de perder, de rechazar. Posteriormente le construimos sagrarios de oro y esmaltes, hermosas custodias con piedras preciosas -quincallería de mujeres- pero él se había proyectado el único sagrario que le importaba: el hombre. Aunque pecador como Pedro. Aunque petimetre como el corazón de la prole del Zebedeo. Aunque infame y traidor como Judas, aquel amigo suyo. Escogió al hombre para declarársele, cara a cara, dentro de él. Allí donde el corazón late con los mismos latidos del corazón de los demás que aquí abajo mendigan a tientas. Un pan como recordatorio de un amor: “Habló Moisés al pueblo y dijo: Recuerda el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. El te afligió haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná que tú no conocías ni conocieron tus padres para enseñarte que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, una sequedal sin una gota de agua; que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres”
Fue el último gesto: espontáneo, libre, que desarmaba. Como un niño que próximo cercano a un desastre, busca refugiarse allí donde advierte mayormente el sabor de casa. Cristo escogió al hombre, escogerá al hombre. Cristo y el hombre: el connubio que en el evangelio es familiar. Pilatos lo dijo a la turba: “He aquí el hombre. Ecce homo” Se mofaron de él y le forzaron a lavarse las manos. También el sacerdote lo dice a la multitud: “He aquí el Cordero de Dios”. Cada domingo, cada día, a cada paso. He aquí el Cordero: humilde, manso, discreto. Aromático y fragante como el pan. Te busca, te está encontrando: no te lo pierdas: si no, estás perdido.
La multitud como en tiempos de Pilatos, no entiende: bosteza, balbucea algo, charla con el que tiene al lado. Algunos que comulgan lo confunden con un obsequio y te dan las gracias. ¡Pero qué gracias ni cuentos! ¿Cuándo antes la Belleza había sido concedida a los pecadores y a los esclavos, a los pasotas y a los cobardes, a los marchitos de corazón como yo? A los estúpidos, a los indolentes, a los irreverentes. A los traidores. Y comes y Cristo, el Cordero de Dios, entra. Se encoge de hombros ante la irreverencia. Se acomoda entre la conmoción de otras mil presencias, se inclina para reavivar la nostalgia. Como un minero con su linterna, baja a tus abismos para reencender la esperanza. Y organizar el rendimiento: “Oh Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…” Míralos, el domingo, los rendidos ante Dios. Las manos no sólo están juntas, están arremangadas. Inclinan la cabeza no porque se repliegan en sí mismos, sino para entrever otros caminos, fisuras de cielo. Abren los ojos por exuberancia de sorpresa, el secreto de la Verdad. Hombres, hombres, ya no hombres: hombres-sagrario. Por las calles de la ciudad, en medio del ajetreo ruidoso de la periferia, en lo caótico de la historia. Ellos y Dios. El Dios que se hace hombre para que el hombre vuelva a Dios. Lo viene a tomar, sondea los abismos, lo acredita. Y cogiéndole de la mano, sube la escarpa: de la desgracia, de la miseria, de la cautividad. Un Dios-Pan: ¿Qué no se hace cuando uno está perdidamente enamorado?
¿El hombre empeñado en devorar de tantas maneras a sus semejantes, a alimentarse de ellos? Viene Dios y le dice: no lo hagas, ama y respeta a tus hermanos. He aquí el Cordero de Dios que carga con tus culpas y las de toda la humanidad, y se convierte en tu alimento. Por redimirte.
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