Catedral de Monreale (Sicilia) |
Con la misma inmediatez le intimó: “No se lo digas a nadie”. Le recomendó llevar la ofrenda al templo por la curación, como si el mérito fuese de otro. ¡Qué gran enseñanza para todos nosotros! Cómo se trasparenta aquí aquel “que no sepa tu derecha lo que hace tu izquierda” que nos es tan difícil de comprender. Aquel desapego de las propias acciones y de los propios méritos que no nos acaba de hacer comprender que somos únicamente siervos inútiles y que el bien que conseguimos hacer es únicamente mérito de Dios, que de nosotros se espera otra cosa, contando con todo aquello que nos ha donado. Preguntémonos cuántas veces se ha apiadado de nosotros y ni siquiera se lo hemos agradecido.
El leproso no obró así. A pesar de cuanto se le había ordenado, “apenas salió, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones”. El Señor no va por ahí buscando aplausos, tanto que incluso evitaba entrar en las ciudades. Busca lo escondido, tanto “que se quedaba fuera, en descampado”. No obstante esto, su inmensa piedad hablaba de Él. Esta búsqueda del Señor parece una carrera para encontrarle. Indica el verdadero sentido de la vida. El sentido que sólo Él puede dar y que concede a quien lo busca con sincero corazón. Quien verdaderamente lo encuentra, no puede contener su felicidad y quiere hacer partícipe de ella a los demás.
En el fragmento de San Lucas que leemos en el domingo de Quincuagésima, el ciego de Jericó grita reiteradamente y sin cesar pidiéndole a Jesús que tenga piedad de él: el Señor pide que se lo traigan delante y comienza con el infortunado un diálogo salvador que le lleva a la sanación y pone en relieve la fe de aquel invidente. Y acto seguido, apostilla el evangelista, le seguía dando gloria a Dios. Idéntica actitud de correspondencia.
Pocos como San Pablo han comprendido el valor de esta búsqueda de manera que después del “encuentro”, para él vivir es vivir de Cristo. Por esa razón en la epístola de hoy puede afirmar: “seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”. Entonces la vida se trasforma. Incluso las cosas más usuales y banales adquieren una perspectiva sagrada: “sea que comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”. Esto es realmente el dar gracias y es lo que el Señor quiere de nosotros.
El apóstol nos recuerda que Cristo únicamente nos pide una cosa: “no ser motivo de escándalo”. Les recomienda no sólo no escandalizar a los no-creyentes, sean éstos judíos o griegos, sino incluso a aquellos que forman parte de la “Iglesia de Dios”. Hay que ser edificantes respecto a todos. Aunque podemos preguntarnos qué es el escándalo. El apóstol nos da una respuesta, y al menos en este contexto nos recuerda qué es lo que él hace para no escandalizar: no busco “mi propio bien, sino el de ellos, para que todos se salven”. Esto es lo importante. Esa caridad sin límites que no pasa nunca. (I Cor. 13,12- epístola F. extraord.) En el fragmento de San Lucas que leemos en el domingo de Quincuagésima, el ciego de Jericó grita reiteradamente y sin cesar pidiéndole a Jesús que tenga piedad de él: el Señor pide que se lo traigan delante y comienza con el infortunado un diálogo salvador que le lleva a la sanación y pone en relieve la fe de aquel invidente. Y acto seguido, apostilla el evangelista, le seguía dando gloria a Dios. Idéntica actitud de correspondencia.
Pocos como San Pablo han comprendido el valor de esta búsqueda de manera que después del “encuentro”, para él vivir es vivir de Cristo. Por esa razón en la epístola de hoy puede afirmar: “seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo”. Entonces la vida se trasforma. Incluso las cosas más usuales y banales adquieren una perspectiva sagrada: “sea que comáis o bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”. Esto es realmente el dar gracias y es lo que el Señor quiere de nosotros.
Fr. Tomás M. Sanguinetti
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