LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA LATERANENSE
La fiesta de hoy, unida a la liturgia de la Pascua semanal que es el domingo, nos coloca frente a una reflexión sobre el sentido y el significado de tener hoy en día una iglesia entendida como “Casa de Dios” (Domus Dei et Porta Caeli: casa de Dios y puerta del cielo) para el culto y “ser” Iglesia en el verdadero sentido de pueblo de Dios en camino hacia la salvación.
Seguramente a nadie de los que hoy celebrarán esta fiesta les pasará por la cabeza el confundir los dos sentidos en que se puede entender el concepto “iglesia”, sabiendo muy bien que lo más importante es ser aquella Iglesia que Cristo ha fundado con su sangre, pero que debemos recordar el regalo de un lugar de culto general que hoy la liturgia -en la Dedicación de la Basílica de Letrán- quiere celebrar, centrando nuestra atención en ella.
Cuando el emperador Constantino donó al papa Melquiades en el año 312 el palacio de Letrán y en el año 320 añadió la basílica (la sala regia) anexa, sabía muy bien que el gesto era mucho más que un regalo, era un verdadero y propio acto de reconocimiento oficial hacia el cristianismo que hasta entonces había empleado lugares de culto cambiantes (casas privadas, catacumbas, etc..) y de manera provisional se había contentado con ellas; aunque sí sabemos que, antes del 320, en algunos lugares existían edificios permanentes de culto y lugares fijos para la liturgia, que daban a los cristianos un cierto sentido de seguridad y estabilidad.
Letrán fue la primera iglesia en ser públicamente consagrada el 9 de noviembre del año 324 por el papa Silvestre, con el nombre de Basílica del Salvador. La basílica lateranense puede enorgullecerse pues, a pleno título, de ser la Iglesia Madre de la Urbe y del Orbe, punto de referencia de toda iglesia consagrada en el mundo en lo sucesivo; sin olvidar que el amor y la fidelidad a Cristo y a su Iglesia permanece como la cuestión central para todo fiel que, dentro y fuera de las paredes de un lugar de culto, quiere y debe hacer memoria del misterio de salvación que Cristo ha venido a cumplir en la voluntad del Padre.
El evangelio de hoy nos coloca frente a un Jesús que en el interior del templo de Jerusalén, lugar de culto por excelencia y exclusividad de los hebreos de su tiempo, realiza un gesto que según cómo se mire es la antítesis de su humildad y paciencia; y justamente por esto, se convierte en un episodio emblemático y central de su predicación. Hay que añadir que tanto hoy como entonces se percibía la necesidad, de una manera viva y sentida, de volver a un culto sincero y coherente con Dios, especialmente en los lugares donde Dios era más nombrado y adorado. Dejando aparte las sinagogas de Palestina de hace 2000 años, donde el culto era sólo ligado a la Palabra de Dios y a sus comentarios, el lugar donde Dios había puesto su estancia junto a su pueblo y donde su gracia actuaba eficazmente, era justamente el Templo de Jerusalén: templo al que ningún hebreo piadoso dejaba de acudir en peregrinación para encontrar la misericordia del Señor y el perdón de sus pecados. Era un lugar donde se predicaba y proclamaba la Palabra, donde infinidad de veces Jesús se había detenido para enseñar, encarnando en su especificidad: el signo de aquella Alianza entre Dios y su pueblo, que no podía hacer nada más significativo que ofrecer un perdón, una reconciliación -incluso en la práctica sacrificial- signo real de un Dios que, en Cristo, quería y quiere mostrase cada vez más como Padre y padre de misericordia.
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El Templo en tiempos de Jesús |
La profanación de este lugar convirtiéndolo en un mercado era, a los ojos de Jesús, una honda provocación, un signo que mutilaba la lógica del verdadero amor que, para ser tal, no podía ser comprado o ser objeto de mercadeo. De hecho, si el amor es fruto de mero intercambio o compraventa, en realidad es amor de prostitución. Pretender comprar el amor de otro -imaginémonos el de Dios- no puede ser comparado a aquel Amor gratuito y providente que se entrega sin reservas, y al cual se puede corresponder únicamente en libertad y sin ninguna pretensión.
Nótese que lo que cae al suelo derribado por la furia de Jesús, es el objeto que más representa al enemigo de Dios por excelencia, el dinero: objeto de intercambio de aquel amor de prostitución totalmente ajeno al Ser de Dios. Un amor mundano que desfigura cualquier imagen suya, comprendida aquella imagen que todo hombre está llamado a ser: a imagen de Dios mismo.
Encarándose con su enemigo el dios dinero, Jesús puede finalmente hacer de su cuerpo aquel Templo que es la casa del Padre y que sustituye de manera definitiva el templo de los sacrificios corrompido por la lógica del mercado y de la arrogancia del poder. El cuerpo-templo de Jesús se convierte en el verdadero signo de la salvación que el Padre quiere dar a sus hijos: y lo logrará en la definitiva y completa donación de sí mismo en el acontecimiento pascual de su Pasión, Muerte y Resurrección. Los discípulos lo comprenderán a la luz de la mañana de Pascua que ilumina e iluminará siempre a la Iglesia.
En la lógica de la Salvación hemos de creer que el tiempo y el espacio nos son regalados en función de ésta. El regalo de un espacio real, como lugar de ejercicio de la piedad divina y “entrenamiento” para la liturgia celeste fundada en el amor, ha de encontrar una ocasión para la gratitud, más allá del recuerdo histórico. Celebrando hoy esta fiesta, lo que en el fondo celebramos una vez más es la bondad divina, el Amor de un Padre que conoce las necesidades de sus hijos según sus exigencias, y los dirige pacientemente hacia la salvación por Él fuertemente querida y realizada por su Hijo.
Hemos de admitir que nada cambiaría aunque la celebración de la Salvación se viese privada de un lugar de culto. Pero admitamos que la lógica de la Encarnación y de la Resurrección debe mostrarnos necesariamente algo importante sobre cómo nuestra santificación no puede prescindir de lo que nos es dado como regalo y custodia para nuestro bien. Bienvenidos sean pues los tiempos y los lugares físicos en los que celebrar y santificarnos; siendo conscientes de que, como tantas otras cosas en la vida, tenemos necesidad de ellos: no para señorearlos de manera arbitraria convirtiéndolos en tiempos y lugares de mercadeo, sino acogiéndolos como dones de aquel Amor paterno que sabe de qué tenemos necesidad.
Fr. Tomás M. Sanguinetti