UN REY PARA VENCER EL MIEDO A LA MUERTE
“Yo mismo” es lo que nos recuerda la liturgia de hoy. Ezequiel se hace eco de la voz de Dios que se indigna contra los malos pastores, que se pacen a sí mismos en vez de hacerlo con el rebaño. E inmediatamente conforta al pueblo: “Estad tranquilos porque yo estoy, yo intervengo, yo hago justicia”. ¿Cómo? Ciertamente a través de los buenos pastores, entendiendo por buenos pastores aquellos que buscan los intereses de las ovejas, el verdadero bien de éstas. Pero estos pastores, como sabiamente nos recuerda San Agustín en el Discurso a los Pastores, se encuentran reunidos en el único Pastor. No es verdad que puedan faltar buenos pastores: ellos están en el único Pastor. Cuando ellos apacientan, es Cristo el que apacienta a través de ellos. Y aunque vinieran días de nubes y brumas, en los que no encontrásemos buenos pastores, Cristo Buen Pastor nos alcanzará y nos pastoreará. Por ese motivo es necesario que los otros pastores -gracias al Cielo cuando los hay buenos- sean colocados en su justa posición de mediadores, mientras Él, Cristo, sea nuestro único Rey, el único al que obedecer, el único al que prestar todo el oído, el único, y sin rival alguno, Señor de nuestra vida.
“Es necesario que Él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos como estrado de sus pies” (I Cor 15,25). Esta lucha entre nuestro Rey y sus enemigos, que no son otros que los de nuestra alma, es nítida desde un primer momento en nuestra vida. Somos nosotros los que tenemos que elegir con quién aliarnos y por quién tomamos partido. Deberíamos dar por descontado el decir “Yo soy de Cristo”, pero este señorío que fácilmente reconocemos de palabra, profesándolo con convicción, desaparece en la concreción de nuestra existencia, sirviendo a otros señores. “Nadie puede servir a dos señores, porque servirá a uno y despreciará al otro, o porque odiará a uno y amará al otro. No podéis servir a Dios y a la riqueza”, nos recuerda el Señor; entendiendo por riqueza todo aquello que alimenta a nuestro ego y lo induce a prescindir de Dios, viviendo de los propios recursos.
Todos conocemos esta dificultad, esta lucha cotidiana por poner a Cristo en el centro. El evangelio de hoy nos ofrece una indicación preciosa para salir victoriosos: poner en el centro al pobre, hacer de los pobres nuestros señores, como nos recuerda San Vicente de Paul: “Todos aquellos que en la vida amarán a los pobre no tendrán ningún miedo de la muerte. Sirvamos con renovado amor a los pobres y busquemos a los más abandonados. Ellos son nuestros señores y amos.” He aquí un modo concreto, verificable, y seguro pues, para hacer de Cristo el único Señor de nuestra vida: socorrer a Cristo en el pobre, consolarle, curarle, usar misericordia con él. En una palabra, la regla de oro que él mismo nos ha entregado: “Cuanto queréis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos”.
Decía al inicio que todos buscamos de una u otra manera, explicita o no, un Rey. El camino que Jesucristo nos indica es darnos a los demás, en el nombre de Cristo, es decir en el espíritu de servicio y sumisión que Él mismo ha vivido y que él mismo nos indica, hasta “que todo se le someta, y el mismo, el Hijo, se someta a Aquel que le ha sometido todo a fin de que Dios sea todo en todos”.
Finalmente, el último enemigo a ser sometido será la muerte. El miedo a la muerte, el gran temor que acompaña a nuestra vida desde que nacemos, aquella inseguridad existencial que nos empuja a buscar un Rey, el enemigo por excelencia, también será vencido, en la medida en que nos someteremos a Cristo, haciendo de Él nuestro Señor y dejándonos conducir en la plena sumisión al Padre. Es por eso que San Vicente, sabio en la sabiduría de su santidad, nos asegura: “Todos aquellos que amarán a los pobres en vida, no tendrán ningún miedo a la muerte”.
Fr. Tomás M. Sanguinetti
Independientemente de que lo reconozcamos o no, todos necesitamos un punto de referencia, alguien a quien confiar nuestra vida, nuestras preocupaciones, nuestras dudas: todos buscamos un “Rey”. Incluso las personas aparentemente más autónomas y emprendedoras son aquellas que, en los ámbitos más íntimos de la vida privada, arrastran una necesidad más honda de cuidado y protección. Es la naturaleza humana que es así: nacemos en esta fragilidad y morimos en esta misma fragilidad, hasta el punto de que Jesús mismo, asumiendo nuestra naturaleza, se ha hecho necesitado de cuidados, tanto en la simplicidad del pesebre de Belén como en el dramatismo del Monte de los Olivos y del Calvario. Y si nacimiento y muerte son las dos condiciones extremas en las que el hombre ha de vivir forzadamente confiado, también es cierto que en la edad madura busca compañeros de camino, busca hombros en los que apoyar el dolor, busca una sonrisa en el rostro amigo para compartir la alegría. Es la naturaleza humana que es así, creada así: “No es bueno que el hombre esté solo” es el pensamiento de Dios apenas creó al primer hombre.
¡Sin embargo, cuántas veces somos traicionados en esta necesidad fundamental de protección! Es inútil recordar todos los hechos dolorosos que frecuentemente contemplamos en la crónica de sucesos y que nos descubren a niños víctimas de explotación, de abusos o de violencia por parte de adultos, de aquellos que deberían protegerles; y conocemos cómo experiencias de este tipo marcan irremediablemente el curso sucesivo de la vida. Por ello cuando Jesús, preguntado por sus discípulos sobre cómo hay que rezar, dice simplemente: “Cuando recéis, decid: Padre…” (Lc 11, 2ª) De hecho: “Así dice el Señor Dios: Mirad que yo mismo buscaré a mis ovejas…Yo mismo conduciré mis ovejas a los pastos y las haré reposar...Iré en busca de la oveja perdida y guiaré al redil la descarriada, vendaré aquella herida y curaré a la enferma, cuidaré de la lozana y robusta, las pastorearé con justicia” (Ez. 34,11 ss.)
¡Sin embargo, cuántas veces somos traicionados en esta necesidad fundamental de protección! Es inútil recordar todos los hechos dolorosos que frecuentemente contemplamos en la crónica de sucesos y que nos descubren a niños víctimas de explotación, de abusos o de violencia por parte de adultos, de aquellos que deberían protegerles; y conocemos cómo experiencias de este tipo marcan irremediablemente el curso sucesivo de la vida. Por ello cuando Jesús, preguntado por sus discípulos sobre cómo hay que rezar, dice simplemente: “Cuando recéis, decid: Padre…” (Lc 11, 2ª) De hecho: “Así dice el Señor Dios: Mirad que yo mismo buscaré a mis ovejas…Yo mismo conduciré mis ovejas a los pastos y las haré reposar...Iré en busca de la oveja perdida y guiaré al redil la descarriada, vendaré aquella herida y curaré a la enferma, cuidaré de la lozana y robusta, las pastorearé con justicia” (Ez. 34,11 ss.)
“Yo mismo” es lo que nos recuerda la liturgia de hoy. Ezequiel se hace eco de la voz de Dios que se indigna contra los malos pastores, que se pacen a sí mismos en vez de hacerlo con el rebaño. E inmediatamente conforta al pueblo: “Estad tranquilos porque yo estoy, yo intervengo, yo hago justicia”. ¿Cómo? Ciertamente a través de los buenos pastores, entendiendo por buenos pastores aquellos que buscan los intereses de las ovejas, el verdadero bien de éstas. Pero estos pastores, como sabiamente nos recuerda San Agustín en el Discurso a los Pastores, se encuentran reunidos en el único Pastor. No es verdad que puedan faltar buenos pastores: ellos están en el único Pastor. Cuando ellos apacientan, es Cristo el que apacienta a través de ellos. Y aunque vinieran días de nubes y brumas, en los que no encontrásemos buenos pastores, Cristo Buen Pastor nos alcanzará y nos pastoreará. Por ese motivo es necesario que los otros pastores -gracias al Cielo cuando los hay buenos- sean colocados en su justa posición de mediadores, mientras Él, Cristo, sea nuestro único Rey, el único al que obedecer, el único al que prestar todo el oído, el único, y sin rival alguno, Señor de nuestra vida.
“Es necesario que Él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos como estrado de sus pies” (I Cor 15,25). Esta lucha entre nuestro Rey y sus enemigos, que no son otros que los de nuestra alma, es nítida desde un primer momento en nuestra vida. Somos nosotros los que tenemos que elegir con quién aliarnos y por quién tomamos partido. Deberíamos dar por descontado el decir “Yo soy de Cristo”, pero este señorío que fácilmente reconocemos de palabra, profesándolo con convicción, desaparece en la concreción de nuestra existencia, sirviendo a otros señores. “Nadie puede servir a dos señores, porque servirá a uno y despreciará al otro, o porque odiará a uno y amará al otro. No podéis servir a Dios y a la riqueza”, nos recuerda el Señor; entendiendo por riqueza todo aquello que alimenta a nuestro ego y lo induce a prescindir de Dios, viviendo de los propios recursos.
Todos conocemos esta dificultad, esta lucha cotidiana por poner a Cristo en el centro. El evangelio de hoy nos ofrece una indicación preciosa para salir victoriosos: poner en el centro al pobre, hacer de los pobres nuestros señores, como nos recuerda San Vicente de Paul: “Todos aquellos que en la vida amarán a los pobre no tendrán ningún miedo de la muerte. Sirvamos con renovado amor a los pobres y busquemos a los más abandonados. Ellos son nuestros señores y amos.” He aquí un modo concreto, verificable, y seguro pues, para hacer de Cristo el único Señor de nuestra vida: socorrer a Cristo en el pobre, consolarle, curarle, usar misericordia con él. En una palabra, la regla de oro que él mismo nos ha entregado: “Cuanto queréis que los hombres os hagan, hacedlo también vosotros a ellos”.
Decía al inicio que todos buscamos de una u otra manera, explicita o no, un Rey. El camino que Jesucristo nos indica es darnos a los demás, en el nombre de Cristo, es decir en el espíritu de servicio y sumisión que Él mismo ha vivido y que él mismo nos indica, hasta “que todo se le someta, y el mismo, el Hijo, se someta a Aquel que le ha sometido todo a fin de que Dios sea todo en todos”.
Finalmente, el último enemigo a ser sometido será la muerte. El miedo a la muerte, el gran temor que acompaña a nuestra vida desde que nacemos, aquella inseguridad existencial que nos empuja a buscar un Rey, el enemigo por excelencia, también será vencido, en la medida en que nos someteremos a Cristo, haciendo de Él nuestro Señor y dejándonos conducir en la plena sumisión al Padre. Es por eso que San Vicente, sabio en la sabiduría de su santidad, nos asegura: “Todos aquellos que amarán a los pobres en vida, no tendrán ningún miedo a la muerte”.
Fr. Tomás M. Sanguinetti
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