Palabras desnudas, descarnadas, esenciales. Raquíticas en su delgadez, y sin embargo ensordecedoras en su eco: incluso embarazosas por la casi imposibilidad de amoldarse a ellas. Despojadas de todo, sin un hilo de filosofía encima. Así es como a Él, forjador de grandes personalidades, le gustan: “Amad. Punto y final.” No es el imperativo lo que aturde: hay imperativos en la Escritura que dan la vida y encienden la mecha, que infunden una fascinación irracional y atraen por la majestad de sus ideales. No molesta aquel imperativo para la nota. Es el objeto que señala con aquel verbo con el signo admirativo: a quien te abofetea, a tu acérrimo enemigo, a aquel al que ni siquiera darías un gesto de saludo: ¡Amad! Como si esto fuese fácil, como si fuera la cosa más natural abrazar a quien te hiere, perdonar a quien te mata -física o espiritualmente-, acariciar historias molestas y pútridas de rencor. Como si fuese simple ser como Dios: perfectos. O como las palomas del Evangelio: simples y puras.
Y sin embargo ésta es la vía estrecha que lleva al cielo para aquellos que a diferencia de mí son capaces. Un difícil agujero, casi intransitable, tan estrecho como para tener que escurrirse restringiendo la barriga y todo el resto (como hacen los hámsters) para intentar pasar y colarse: pensamientos e ideas, suposiciones y certezas, convicciones y cosas indudables. Yo, mi mundo, mi historia, mis pequeñas pasiones: mi férrea certeza de ser siempre y sólo yo el hombre justo, con las personas justas. Por otro lado, para aproximarse a la santidad es necesario mirar a la Divinidad.
Un enemigo en el cabezal para que todos puedan acordarse de cómo hay que hacer para vencer la enemistad. Y que la victoria del verdugo se completa cuando el odio que le empuja, contagia también a la víctima. Cristo lo supo y venció a Pilatos, redujo a la nada a los escribas, fariseos y doctores varios. Sacudió el alma del centurión bajo la cruz, perdonó el rencor de quien le habló con lanzas, látigos y esponjas de vinagre. Rompió los diques excavando entre Él y ellos la tierna amistad con el Buen Ladrón. No dejó que el enemigo le invadiese el corazón con la infelicidad de la enemistad. Y por eso venció también la traición de Judas: dejó libre al hombre para besarle y después venderle. Libre de ser ridiculizado y burlado por quien tenía un amor loco, inimitable. Muchos no creyeron en sus palabras: también hoy muchos -entre ellos el abajo firmante- lo recuerdan pero no aciertan a seguirle. Nos enfadamos porque el mundo va mal y torcido. Amad. Punto y final. Alguno lo consigue y deja este mundo un poco mejor de como lo encontró: más humano, más amable, más habitable. Deja al hombre en la más humillante vergüenza: porque todo esto no es imposible para quien está poseído por el Amor, y vence la brutalidad con los gestos locos del amor niño.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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