Con el rito de la ceniza, iniciamos la Cuaresma, este camino directo hacia
la Pascua, este tiempo especial de gracia y de conversión. Convertirse es
cambiar de vida, de comportamiento, es cierto, pero ante todo y sobre todo es
dejarse encontrar previamente por Cristo, nuestro Salvador, dejarse seducir por
Él y, en el asombro que Jesucristo produce siempre en el ser humano, seguir sus
pasos sin desfallecer.
Os quisiera ofrecer un sencillo itinerario de conversión para quienes
quieran vivir con profundidad este tiempo santo.
Aceptar que Cristo es el centro, el Absoluto, de nuestras vidas. Es únicamente Cristo quien nos salva y, por
lo tanto, abrirle de par en par nuestro corazón, dejando que sea Él, únicamente
Él, quien guíe nuestro caminar. Cristo es Camino, Verdad y Vida para los
hombres de todos los tiempos. Escuchar en el silencio de nuestro corazón las
palabras del ángel a la Iglesia de Éfeso: "Tengo contra ti, que has
abandonado tu amor primero" (Ap. 2,4).
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No dudar de que estamos llamados a la santidad. El Concilio Vaticano II proclamó la llamada
universal a la santidad, llamada que arranca de las palabras de Jesús: Sed
perfectos porque vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5,48). También lo
recuerda san Pablo cuando dice: Esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación (1 Tes 4,3). ¿Por qué tanta resistencia a ser santos? Santo es
quien se deja llevar y conducir por el Espíritu de Dios: es santo quien no
busca sino hacer en cada momento la voluntad de Dios, como la Virgen María; es
santo quien deja que el Amor de Dios inunde su corazón y, desbordándolo, llegue
a quienes le rodean.
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Practicar el arte de la oración que no es sino un diálogo de amor con Dios, que lleva a la persona humana a
ser totalmente poseída por el divino Amado, sensible al impulso del Espíritu y
abandonada filialmente en el corazón del Padre. La Cuaresma es un tiempo para
intensificar la oración. Es fundamental buscar tiempos y espacios para estar a
solas con Dios, que nos ama infinitamente. Orar es conversar con Dios, es
escucharle en el silencio del corazón es descargar en Él todas nuestras
preocupaciones.
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Participar de la Eucaristía dominical. El domingo es el día especial de la fe, el día del Señor resucitado. La
Resurrección de Cristo es el misterio central de nuestra fe. No podemos dejar
de celebrarlo con unción, con gozo y en comunión con toda la Iglesia. La
Eucaristía es el sacramento de la unidad. Es fuente y cima de toda la vida
cristiana (Lumen Gentium, 11). Decían los mártires de Abitinia: "No
podemos vivir si el domingo, sin la Eucaristía". Hermosas palabras que
deberíamos hacer nuestras todos los cristianos.
Frecuentar el Sacramento de la Reconciliación. A través de este sacramento descubrimos a Cristo
que nos muestra su corazón misericordioso, curándonos las heridas que deja todo
pecado y reconciliándonos plenamente consigo. Desde este encuentro
reconciliador, podremos ser instrumentos de reconciliación. En la Jornada
Mundial de la Juventud en Madrid pudimos ver colas inmensas ante los 200
confesionarios que había en el Retiro. Siguen teniendo vigencia las hermosas
palabras que el sacerdote pronuncia en nombre de Dios: "Yo te absuelvo de todos
tus pecados..." Nada es tan hermoso y gratificante como recibir el perdón
de Dios.
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Escuchar y anunciar la Palabra. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí,
debe anunciarlo. El anuncio brota del corazón que ha sido transformado por la
Palabra de Dios viva y eficaz. Lo que hemos visto y oído, lo que contemplamos
acerca de la Palabra de vida, os lo anunciamos para que también vosotros estéis
en comunión con nosotros (1 Jn 1,1-3). La Iglesia no existe más que para evangelizar.
Los hombres de todos los tiempos y lugares tienen derecho a que se les anuncie
el amor de Dios. Dios cuenta con cada uno de nosotros para que su nombre sea
conocido y amado en todas partes.
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Apostar por la caridad. Quien
ha contemplado el rostro de Cristo y se ha dejado transformar por Él tratará de
descubrirlo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido
identificarse: los hambrientos y sedientos, los extranjeros, los encarcelados (Cf
Mt 25,35-36). En la persona de los pobres hay una presencia especial suya que
impone a la Iglesia una opción preferencial por ellos, prestando de tal manera
la acogida que puedan sentirse, en cada comunidad como "en su casa". Sin
esta forma de caridad y sin el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio
del Evangelio corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de
palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día. La
caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras (Juan Pablo II. Al
comienzo del Nuevo Milenio, nº 50).
Tratar de seguir este itinerario podría ser una hermosa manera de vivir la
Cuaresma, de adentrarnos en el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Cristo. Pero no tenemos fuerzas para dar ni un paso: sin su Palabra, sin su Espíritu,
sin la Iglesia, sin su Cuerpo, sin su Sangre, sin este altar de su Pascua, de
la Eucaristía, a donde Él viene siempre.
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