“Yo soy la luz del mundo, quien me siga tendrá la luz de la vida”
Hemos llegado a la última etapa antes de subir a Jerusalén. Jericó es la última ciudad por la que hay que pasar antes de iniciar el ascenso al monte Sión. Jericó es, según la arqueología, la ciudad más antigua del mundo y, según la geografía, la ciudad más baja (240 metros bajo el nivel del mar).
El Señor Jesús cruza la ciudad “abajándose” hasta las raíces de nuestra vida, en lo profundo de la humanidad, en el lugar de la tierra más lejos del sol. No es por casualidad que justo aquí encuentre a un hombre alejado de la luz. Y sin embargo Jesús parece pasar sin quererse detener. Está casi saliendo de la ciudad, cuando la atención del evangelista y del lector, en un relato vivaz y lleno de color, se fijan en un hombre sentado, ciego, de nombre Bartimeo. Es un pedigüeño que pide caridad a los transeúntes. Está en el borde del camino y del camino de la vida.
Por la calle la gente pasa, sigue sus proyectos, camina veloz hacia las propias citas. Cada día también nosotros corremos sin podernos o querernos parar. También los discípulos que acompañan al Señor en aquella ruta se mueven soñando el próximo triunfo en Jerusalén. Al ciego, en cambio, no le es concedido ese camino. Un hombre relegado al margen de la vida es justo que se encuentre en el borde del camino. Esta es una condición en la que es fácil reconocer a tantas personas, incluso pueblos enteros.
La primera lectura hace referencia al pueblo hebreo deportado en Babilonia: muestra de un pueblo al borde del camino, marginado, sin historia. ¿No son muchos hoy en día los pueblos de los cuales podríamos decir lo mismo?
Incluso nosotros somos a menudo hombres que nos mostramos bien estirados y tiesos, sin darnos cuenta que a orillas del camino hay muchos hombres que gritan y claman. Hasta que no comprendemos que también nosotros, si vivimos sin Cristo, somos mendigos de luz.
Pongámonos en la piel de aquel ciego, dando voz a tantos gritos que expresan los deseos de nuestra alma. Sí, porque el grito del ciego irrumpe en este domingo como un grito desde el corazón de cada uno de nosotros: “Jesús, hijo de David: ten misericordia de nosotros”.
¿Qué está gritando el ciego? ¿Qué estoy gritando yo? Grito mi desesperación y a la vez, mi esperanza.
Grito el deseo de salir de la prueba, de la dificultad, de la oscuridad. Grito porque no quiero ceder a la resignación, sino que quiero luchar, continuar creyendo que alguien me escucha.
Pero este grito del corazón da miedo, incluso a nosotros mismos…quizás sería mejor callarse, resignarse, “no molestar a Dios”, pensar que de todas maneras las cosas nunca cambiarán. Y de la misma manera que no queremos escuchar el grito de los pobres, tampoco queremos escuchar el de otras personas y otras situaciones que parecen sofocar nuestro grito. Es más fácil cerrar los ojos, no ver a los pobres, no ver los problemas, hacer callar a todos y a todo. Pero eso es tremendo. Lo hemos experimentado todos, al menos alguna vez en la vida: gritar y no ser escuchados, o incluso, ser obligados a callar. Es entonces cuando hace falta gritar más fuerte…
“Llamadlo”. Jesús como en otras ocasiones podría haberse dirigido hacía Bartimeo, tocarle los ojos, curarle. En cambio dice: “Llamadlo”, que es como decir: “Acercaos a aquel grito que da miedo porque yo lo he escuchado y no soy indiferente. Dejaos herir por aquel grito”.
Lo llaman. Y todos son enviados a decir a todo Bartimeo de este mundo. “¡Animo!: Levántate que te llama” Esta es una invitación dirigida hoy a mí, en este domingo. Estas tres palabras –ánimo, levántate, llama- son como una fuerza de sorprendente novedad, de renovada paz y amor.
Imaginad aquellos tiempos en los que el evangelio de Marcos era el evangelio de los catecúmenos, es decir, de los adultos que se preparaban al Bautismo. Con mucha probabilidad, esperando la vigilia pascual, se preparaban escuchando la lectura continua de todo el libro. (Más o menos se necesitan tres horas) porque Marcos es el evangelio que nos introduce a la fe, que nos invita a reconocer a Jesús, como el Cristo, el Hijo de Dios. Imaginémonos a los catécumenos a la escucha, a los cuales les es leído el fragmento del ciego de Jericó. Estamos en el umbral de la entrada de Jerusalén, es decir, del relato de la Pasión y Resurrección.
Imaginémonos la emoción de aquellas personas que dentro de poco tiempo iban a ser bautizadas: la memoria de un camino hecho, un encuentro, tantas experiencias gozosas, algún miedo…Pero he aquí las tres palabras que como un grito de Dios resuenan en la noche de Pascua que comienza: “Ánimo, levántate, te llama”. En nada serán llamados uno a uno por su nombre (como a nosotros sacerdotes el día de nuestra ordenación), se levantarán y como el ciego abandonarán su manto de la misma manera que los catecúmenos se desnudarán para entrar desnudos en la fuente bautismal y salir revestidos con la nueva túnica bautismal.
Y él se levanta, tira el manto. Es aún ciego pero el milagro está ya aquí. ¿Qué quieres que haga por ti? “Señor, quiero la luz, quiero el bautismo”
Y acto seguido empezó a seguirle por el camino, a diferencia del joven rico de hace dos domingos que marchó frunciendo el ceño, es decir ciego. ¿Y hacia donde le llevará aquel camino? Lo llevará a Jerusalén y quizás junto a la Cruz. Quizás abrió el cortejo de los ramos y palmas entonando el Hosanna al Hijo de David. Esa palabra la conocía bien, la había usado en Jericó. Le bastaba añadir sólo un Hosanna. Y después, junto a la cruz. ¿Qué debió pensar al ver a aquel Jesús al que había implorado piedad? Es junto a la cruz que la fe afronta la prueba decisiva, para todos, cuando a pesar de todo permanecemos unidos a Cristo, que muriendo vence a la muerte y nos abre definitivamente los ojos a la luz sin ocaso.
Recemos al Señor para que en nuestros amaneceres, a veces tan llenos de tinieblas, nos sea concedido el don de encontrar a alguien que nos repita aquella dulce e imponente palabra que puso en pie la vida del ciego mendicante: “Ánimo, levántate, te llama”.
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