domingo, 4 de junio de 2023

Le llamaban Trinidad

 


En la cocina, una joven madre estaba preparando la comida con la mente totalmente concentrada en lo que estaba haciendo: preparar patatas fritas. Estaba trabajando para cocinar un plato que a los niños les iba a gustar mucho: las patatas fritas eran su plato preferido. El niño más pequeño, cuatro años, había tenido una intensa jornada en el parvulario (escuela de educación infantil lo llaman ahora) y quería contar a la madre todo lo que había visto y hecho. La madre le respondía con monosílabos y balbuceos. El niño no paraba de asirse a la falda y tirar de ella diciendo 
“Mamá”. Pero ella continuaba impertérrita pelando las patatas. Hasta que el niño agarró con fuerza la falda tirando con todas sus fuerzas. La mujer tuvo que inclinarse hacia su hijo. Él la cogió por la cabeza, la obligó a mirarle a los ojos y le dijo: ¡Mamá, escúchame con los ojos! Y es que todas las cosas importantes pasan a través de la mirada. Escuchar a alguien con los ojos significa decirle: “Tú eres importante para mí”.

Si la Ascensión es la presentación hecha por Jesús al Padre de su Esposa, la humanidad redimida, si Pentecostés es el regalo de bodas firmado por el Padre a su Esposa, la Iglesia naciente, la fiesta de la Santísima Trinidad es este juego de miradas entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Como decir: estudiemos la táctica para dar continuidad a este Amor. La razón profunda por la que hemos de vivir en la unidad no es para cuadrar mejor el balance siendo solidarios. No es una necesidad táctica, una razón de cálculo o conveniencia: la comunión en la Iglesia no puede ser reducida a una elección inteligente derivada de la consideración de que estar juntos, trabajar juntos, caminar juntos es más rentable desde el punto de vista práctico. La razón profunda es que la Iglesia es la imagen de la Santísima Trinidad. Aún más: es la extensión de aquella esencial comunidad divina que se prolonga en la partitura musical de la historia y en la crónica cotidiana. Es fantástico pensar que la Iglesia nace de lo alto, que ahonda sus raíces en la Trinidad.


Por esa razón el misterio principal de nuestra fe nos ha sido revelado por Jesucristo y no es fruto de nuestras disquisiciones ni tiene como meta  nuestras contemplaciones abstractas. Nos es regalado para concretarlo en la vida de cada día y en los senderos de la fatigosa cotidianidad.

La Trinidad es/son personas. No cifras. No códigos fiscales. No números de matrícula en nuestros monos de trabajo. Somos personas, no guijarros abandonados por Dios en la tierra y condenados a rodar sin destino. Son personas iguales. ¿Comprendemos de dónde brota la insistencia de la Iglesia cuando anuncia la igualdad? ¡Somos todos iguales! No hay hombres de primera y segunda clase. El misterio trinitario nos interpela cada vez que descubrimos señales de injustica en la crónica cotidiana. El misterio de la Trinidad imprime en cada hombre el sello de la igualdad con Dios. Son personas iguales y distintas. Cada hombre tiene su rostro y su historia, sus sueños y sus fatigas, sus aspiraciones y sus miedos. Es una identidad intransferible. Dios nos conoce por nuestro nombre, no por nuestras siglas. Nos llama a cada cual por nuestro nombre. Él no coloca nuestros rostros en los archivos, sino que los sustrae de la usura de las estaciones iluminándolos con su luz. Él no sepulta nuestros nombres en el Parque de la Memoria, sino que los evoca uno a uno en medio de la nada indistinta de las nebulosas y, pronunciándolos con la pasión del enamorado, los esculpe en las rocas de los collados eternos.

Cristo nos invita a anunciar el evangelio a todas las naciones bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Es un mandato para instruir en el Amor al mundo. Este es el rostro encantador de la Trinidad: un Padre que envía a su propio Hijo para salvar al mundo con su Amor, el Espíritu Santo. Reservándose el derecho a pedir ayuda a María, a Pedro,  a Pablo de Tarso, a Silas y a Bernabé, a ti y a mí. Porque la historia se convierte en interesante cuando mil rostros se cruzan entre ellos. Millones de rostros pero un único director: la Trinidad. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. La Trinidad siempre presente en nuestras vidas. 

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