Entró porque todos tenían derecho a entrar. Y no sólo a entrar, sino a leer y hablar sobre aquello que se había leído un poco antes. Quizás una sala desnuda, una simple casa, un espacio vacío: allí se citaban, razonaban sobre Dios, en compañía y quizás entre hermanos soñaban con Dios. También Él lo hizo: abrió el pergamino de las Escrituras, leyó dos o tres versículos y replegó el rollo. Para empezar a hablar con aquella afabilidad que un día confundirá a escribas y fariseos, con aquel acento amoroso que sanará pecadores y torpes funcionarios, con aquel toque humano que hechiza a las almas femeninas. Aquel texto era conocidísimo, y sin embargo aquel sábado parecía nuevo, se había trasfigurado. Como una vieja partitura que, interpretada durante siglos, se te presenta inédita gracias a la mano que la interpreta. Quizás las palabras se habían acartonado sobre sí mismas: milenios de espera habían resecado incluso las gargantas de los profetas e inflado los ojos de los videntes. Esta mañana en cambio, aquellas palabras parecían adornarse de primavera, retomaban vida y color: como si hubieran salido frescas y festivas por vez primera de la boca de aquel hombre desconocido por la mayoría. En la plaza de Cafarnaún la incredulidad serpenteaba a flor de piel: nadie recordaba haber escuchado a un rabino hablar así. Eran palabras perfumadas de cielo.
Dentro de la sinagoga aquellos entendieron bien poco: la razón de aquella incomprensión fue la sorpresa por las inesperadas palabras. Lo insospechado de una Palabra capaz de encender la esperanza y estimular sus almas angustiadas. Aquella mañana en la sinagoga cada cual llegó quizás con la nostalgia de lo que habían dejado en casa, como todos los sábados precedentes. Dejadas en casa para acudir a la sinagoga a rezar como estaba preceptuado desde siglos. Sin embargo aquel sábado la añoranza de lo aparcado es borrada por la sorpresa de lo encontrado, mejor dicho, de lo oído. Que a bien decir, fue el mismísimo encuentro en sí: haber encontrado a un Hombre capaz de sentir sus miserias y convertirse en Voz de una humanidad diferente. Una humanidad encaminada hacia el Eterno.
No por nada apóstol encabezó tal anuncio con una expresa puntualización: “para que te des cuenta, oh Teófilo, de la solidez de las enseñanzas recibidas”. En Cafarnaún se sospechaba que la Profecía era hermana gemela de la Fábula. Bastó el breve espacio de una Palabra encontrada para comprender que el Eterno no faltaba a su promesa. Para despertar la melancolía de la Historia.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
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