Reflexión a modo de notas hacia dónde nos orienta la liturgia dominical

PRIMERO UNO, DESPUÉS EL OTRO: ¿QUIÉN ME BESARÁ AHORA?
En el mundo solo tenía dos hombres que la querían: murió el primero, también murió el segundo, uno después del otro. Ambos desaparecidos de la escena de su corazón y de la vista. Se había quedado sola, una mujer sola sin un hombre a su lado. Una carestía de apoyos: sin marido, sin hijo, sin apoyo. Sin corazón que escuche las mínimas confidencias: un susurro del corazón, un movimiento imperceptible del alma, aquella leve tristeza que en el atardecer cae sobre los hombros. Quizás en el espacio de una desvergonzada arruga en el rostro -signo del paso de las estaciones- había desaparecido el amor de la juventud y también el de la madurez, aquel que consiente entrar en la canicie segura de un hombro para el mañana. Hubiera bastado uno sólo de los dos: el marido para consolar la pérdida del hijo, o el hijo para consolar la pérdida del marido/padre. Para la mujer de Naín -literalmente “la Bella”, a pocas millas de la ciudad de Nazaret- nada de todo eso: únicamente la inhumana certeza de que nadie más besará su rostro de mujer. Tiene razón: quizás nadie le regalará el dulce don de aquellos besos familiares. Sin embargo hay una mirada pronta a sanar aquella herida.
La mirada de un Hombre en medio de la multitud, se fija en ella: “viéndola el Señor, tuvo compasión”. Se dio cuenta de ella mientras caminaba entre las mujeres, llorando con aquel llanto silencioso y mudo, el propio de las madres ante la fatiga. Una mujer consternada por su sufrimiento: ¿qué madre, yendo al cementerio detrás de su propio hijo mudo, aguantaría el espacio de una sonrisa? Aquel hombre -que hace apenas pocas semanas contemplábamos victorioso en la mañana de Pascua- tiene una mirada demasiado fina para no advertir el tormento de aquella mujer. Un hombre capaz de ver las flores, los pájaros, los árboles y transformar todo en voz, en oración. Un corazón de Salvador, la capacidad de un poeta: sabía meterse el corazón en los ojos y adentrarse, a través de la mirada, en los meandros más turbulentos del corazón humano. “No llores, mujer” ¿Quién sabe qué clase de llanto surgió en esa coyuntura de la compasión de aquel Hombre de Nazaret?: quizás un sentimiento de culpa, quizás un mal inocultable remordimiento o quizás una imagen equivocada de Dios: porque quien da la vida no puede querer al mismo tiempo la muerte. No puede, no quiere, lo que quiere está todo resumido en aquella invitación: “Joven, a ti te lo digo, levántate”. Y el hijito, obediente, se levantó para sentarse sobre el ataúd y empezó a hablar. Bajo la mirada atónita y muda de los portadores, plañideras y familiares. Bajo la mirada de la madre de Naín que, recompuesta en su feminidad, recibió en don lo que poco antes era causa de agonía: “lo entregó a su madre”. Lo había arrancado de la muerte para restituirlo a quien no podía resistir la angustia de vivir sin él. Cumplió un milagro para que una mujer madre parase de llorar.
A finales del año 2004, en Filadelfia murió una niña de 8 años, Alexandra Scott. Cuatro años antes, cuando le fue diagnosticado un cáncer, se le ocurrió un sueño: levantar un kiosco para vender limonada y recaudar fondos para la investigación para los niños con su misma enfermedad. Su madre, con la sonrisa triste, le dijo que sería difícil conseguir por cada limonada a duras penas 50 centavos. Le contestó: “No me importa, yo lo intento”. Aquel mes de junio ella y su hermano recaudaron 2000 $. Toda América se movilizó poco a poco, y en agosto de 2004 cuando Alex perdió la batalla contra el cáncer, se habían recaudado más de un millón de dólares. Hoy los puestos de Limonada Alex se han multiplicado por todo el mundo y se han convertido en puntos de encuentro y solidaridad.
Hay gente que antes de hora ya está tomando las medidas del ataúd. ¡Sin embargo, no todos!
Aquí abajo son momentos de luto y de llanto, allá arriba las ranuras por las que se infiltra la Gracia del Amor. Aquel que enjugando el llanto de una madre vuelve a dar la vida. Para que detenga el llanto y se engalane con el vestido de gozo. Es decir, el traje del Evangelio.
Fr. Tomás M. Sanguinetti
Fr. Tomás M. Sanguinetti
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